Perón firmó el
23 de septiembre de 1947 el decreto presidencial que reconoció a las
mujeres de todo el país el derecho al voto. Pero como con la mayoría de las
conquistas políticas, la disputa por los derechos de las mujeres había empezado
mucho antes.
Como
generalmente sucede, la lucha por la participación política llegó al mismo
tiempo que las respectivas sociedades de todo el mundo, cambiando de paradigma,
y abriendo las democracias al voto popular.
La idea era por
cada persona, un voto, y que éste no sea ni calificado ni optativo, como hasta
entonces habían concedido las elites.
La ley Sáenz
Peña se sanciona en 1912, pero la cuestión es que en ese momento las mujeres
éramos un poco menos que personas. Éramos pensadas y educadas como criaturas frágiles,
susceptibles y emocionales, que políticamente no estábamos aptas para tomar
decisiones. (Pasó casi un siglo y todavía increíblemente surgen extrañas
añoranzas de retroceso en ese sentido, como las que expresó hace poco Chiche
Duhalde, surgidas quizá más de una subjetividad atenazada que de una
elaboración intelectual).
Pero volvamos a
la ley Sáenz Peña, en su debate previo participaron grupos feministas y
socialistas que gritaron lo que ahora parece obvio, pero en ese momento era inaceptable:
que las mujeres tenían derecho a la participación política, mediante el voto.
No es que a nadie se le haya ocurrido que el voto no podía ser considerado
verdaderamente universal hasta que no se ampliase a las mujeres. Y no es que no
hubiera lucha. Pero en el poder, no se hacía eco de esta demanda.
A nivel
nacional, socialistas y feministas continuaron sus luchas, que prosperaron y finalmente
encontraron acogida y pudieron plasmarse en el primer peronismo, encontrando en
Evita a su gran impulsora, que emprendió la campaña desde distintos lugares:
con los legisladores, con las delegaciones que la visitaban, con las mujeres
nucleadas en los centros cívicos, a través de la radio y de la prensa...
Las mujeres
pasaron a desempeñar un papel activo: se realizaron mitines, se publicaron
manifiestos y grupos de obreras salieron a las calles a pegar carteles en
reclamo por la ley. Centros e instituciones femeninas emitieron declaraciones
de adhesión.
Los
conservadores de los años ’40 insistían en que el voto femenino obligatorio
atentaba contra el orden jerárquico familiar. En su más famoso discurso en
relación a la mujer, Evita decía:
“Ha llegado la hora
de la mujer que comparte una causa pública, y ha muerto la hora de la mujer como
valor inerte y numérico dentro de la sociedad. Ha llegado la hora de la mujer
que piensa, juzga, rechaza o acepta, y ha muerto la hora de la mujer que
asiste, atada e impotente, a la caprichosa elaboración política de los destinos
de su país, que es, en definitiva, el destino de su hogar”.
La construcción monumental del patriarcado, cimentada
durante veinte siglos, sigue calando en aquello de lo que no se tiene
conciencia. El patriarcado, que nos dejaba no sólo sin voto sino sin voz y sin
autonomía personal, sigue latente en lo profundo de muchas mujeres que
experimentan su libertad como un exceso.
”La mujer argentina ha superado el período de las tutorías civiles. Aquella que se volcó en la Plaza de Mayo el 17 de Octubre; aquella que hizo oír su voz en la fábrica, en la oficina y en la escuela; aquella que, día a día, trabaja junto al hombre en toda gama de actividades de una comunidad dinámica, no puede ser solamente la espectadora de los movimientos políticos”. (Evita)